domingo, 21 de agosto de 2011

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Este año mi viaje se ha gestado en tiempo de descuento. Realmente no tenía nada claro si iba a tener mi economía lo suficientemente saneada como para venir y ni siquiera sabía si en este momento vital era lo más conveniente. Pero después de recibir un email de Sue: "no quiero presionarte pero... ¿cuándo vienes?" y hacer -igualmente en tiempo de descuento- un par de trabajos imprevistos, me lié la manta a la cabeza y decidí venir.

El viaje -en stand by- agotador. Pasé 24 horas viajando y sin dormir, el enlace a Charlotte añade 4 horas al viaje (sin contratiempos, que los hubo) y al final una llega como si le hubiesen dado una paliza del quince.

Pero lo importante es que llegué. Y curiosamente, mi maleta lo había hecho en el vuelo anterior, así que llego incluso relajada a casa de Eric. En el camino empiezo a disfrutar del verde de Connecticut, de la amplitud de las autopistas, de la noche infinita...
Llegamos a la casa y es como llegar a la mía. Estreno mis llaves con el dibujo de la bandera americana y me tiro en el sofá. Y en menos de lo que canta un gallo estoy durmiendo como una bendita. Ese sueño profundo, denso, sin fin, que caracteriza las vacaciones.

Al día siguiente, un rayo de luz me despierta. Abro la cortina y veo las plantas del jardín de Eric y la frondosidad del bosque vecino. Y, al escuchar un ruidito, vuelvo a mirar. Y la veo. Seguro que ha adivinado que venía. Es ella, la misma, la inconfundible... la ardilla que cada mañana desayunaba conmigo. Esa con la que cada día tenía estupendos intercambios de miradas. Esa que solo huía cuando veía la cámara. Mi amiga la squirrel me saluda. Ya estoy en casa... :)

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